La decadencia argentina ya no es sólo una cuestión económica. Es un proceso más profundo que arrastra consigo indicadores clave de la calidad de vida: ingreso per cápita, salud, educación, vivienda, seguridad y empleo. Y lo más preocupante es que en muchos aspectos, el retroceso no es sólo en comparación con otros países, sino también respecto de nosotros mismos. En el ranking global de ingreso por habitante, Argentina descendió al puesto 72. Pero eso es sólo la punta del iceberg. En otros índices internacionales que miden el bienestar general, la posición del país oscila entre el lugar 47 y el 62. Estamos perdiendo terreno en todos los frentes. Ahora bien, ¿qué se necesita para revertir esta tendencia? No alcanza con mejorar la disponibilidad de bienes y servicios. Para lograr un verdadero bienestar, hacen falta avances en salud, educación, vivienda, seguridad y, especialmente, empleo digno y productivo. Sin trabajo real y sostenible, no hay progreso posible. La pregunta de fondo es cómo generar esos empleos en medio de una transformación estructural. La apertura económica y el desarrollo de sectores exportadores —que en muchos casos son poco intensivos en mano de obra directa— pueden destruir empresas más rápido de lo que nacen nuevas. Y cuando la destrucción es más veloz que la creación, el mercado laboral entra en crisis. El empleo asalariado privado, que debería ser la columna vertebral de cualquier economía sana, está estancado en Argentina desde hace 15 años. Mientras tanto, crecen el empleo público, el trabajo informal y la dependencia de planes sociales. Todo esto distorsiona la verdadera foto del mercado de trabajo. En las economías desarrolladas, por cada punto que crece el PBI, el empleo aumenta un 0,41%. En países como Brasil o Chile, esa relación es de aproximadamente 0,5%. En Argentina podría ser más alta, pero está condicionada por factores estructurales y estadísticas poco transparentes. La única salida realista es duplicar la tasa de crecimiento económico y aumentar esa elasticidad al empleo. Si se lograra una relación del 0,7, el empleo podría crecer un 2,5% anual, muy por encima del ritmo de crecimiento poblacional. Esto permitiría reducir el desempleo estructural y ampliar las oportunidades de inserción laboral. La experiencia de la década del 90 ofrece una advertencia clara. Entre 1991 y 2001 se crearon 1 millón de empleos, pero con etapas muy desiguales: se destruyeron puestos entre 1993 y 1995, y sólo luego se logró una recuperación parcial. Algunos sectores crecieron —comercio, transporte, finanzas—, mientras que otros, como la industria y la construcción, retrocedieron o quedaron paralizados. El crecimiento del PBI en ese período fue del 30,4%, pero la mayor parte se concentró en los primeros años. El sector manufacturero apenas creció un 7% en toda la década, y desde 1993 comenzó a declinar, una tendencia que se repitió incluso en economías avanzadas como Estados Unidos. Hoy Argentina enfrenta un panorama similar, pero con más obstáculos y menos margen de error. La única forma de evitar repetir el mismo ciclo es anticiparse: eliminar trabas al crecimiento privado, evitar los cuellos de botella en sectores clave, y sostener un rumbo macroeconómico estable. Una vez que se restablezcan los equilibrios macro, será vital analizar en profundidad la evolución del empleo. Porque sin trabajo de calidad, no hay crecimiento duradero. Y sin crecimiento real, la decadencia se convierte en destino. Bruno Cardinale para TAPA DEL DÍA